martes, 20 de septiembre de 2016

Ernst Jünger, un turista entre islas

Ernst Jünger (1895-1998) con su hijo en Mallorca en 1931   

Unas palabras todavía sobre las islas ante las cuales hemos echado el ancla o que hemos visto de lejos al pasar. De las lagunas de mis conocimientos geográficos me he dado cuenta, además de por otras cosas, por lo siguiente: yo creía que Madeira era una sola isla, pero antes de atracar en Funchal atravesamos grupos no sólo de arrecifes, sino también de islas habitadas. Uno de los arrecifes sobresalía del mar como una aguja, con su ojo incluido. Aldeas, viñedos, faros. Yo ya sabía que Madeira está completamente deforestada, lo sabía por las anotaciones del diario de Wollanston, quien hace cien años recorrió las islas del Atlántico en el yate de un amigo suyo para coleccionar en ellas coleópteros, de los que capturó y describió un gran número. Solo en las grietas de las montañas más altas pueden rastrearse restos de la flora y la fauna originales.

Igual que treinta años atrás en las Azores y en las Canarias, también ahora me llamó la atención, a pesar de lo avanzado de la hora, la limpieza que aquí había, casi superior a la holandesa- un frescor nacido en el mar; ni el fuerte sol ni los vientos que soplan de lejos toleran el polvo, lo "idílico" a la usanza mediterránea. Es posible que a ello coopere también la circunstancia de que los colonos llegaban de muy lejos y se habían habituado al orden reinante en los barcos. Lo que Wollaston observó en la fauna, eso mismo cabe decirlo también de estas ciudades insulares: todas ellas tienen un aspecto común, inconfundible. En tiempos en que la llegada de un velero aún era un acontecimiento, mucho antes de Nelson, estas ciudades seguramente estuvieron soñando en la paz del Atlántico como la perla en la concha.

Pero acaso también eso sea sólo un sueño (...)

A bordo, 22 de octubre de 1966


 Ernst Jünger. Pasados los setenta, (19651970) Radiaciones, 1995, Tusquets, página 300)