martes, 22 de mayo de 2012

"Leyendo el turismo o el viajero es una especie en extinción", por Sabas Martín

El viajero es una especie en extinción. Cada vez hay menos viajeros y son más los turistas que han venido a reemplazarlos, propagándose como mancha imparable de aceite a lo largo del mundo que, como dijo el escritor peruano Ciro Alegría, es “ancho y ajeno”. No sé quién afirmó que un viajero es aquel que se desplaza sin billete de vuelta, mientras que un turista tiene la fecha de regreso asegurada. Tenía razón.
            
Sabas Martín
En uno de sus poemas, Rilke se preguntaba: “¿Dónde a este interior, un exterior hallaríamos?”. El autor de las Elegías de Duino se interrogaba  sobre cómo y dónde hallar un paisaje, una geografía, un territorio que se adecuara a la compleja interioridad del ser humano. Apuntaba así el poeta, de manera indirecta, hacia una de las necesidades que han caracterizado desde siempre el comportamiento de los humanos y que se ha convertido en una forma habitual entre sus varias expresiones de cultura: el viaje. Viajes y viajeros ha habido muchos, pero, como digo, el viajero puro es una especie en extinción creciente. Quizás porque aquellos viajeros primitivos tenían mucho de exploradores, de individuos capaces de abolir fronteras e inaugurar mundos desconocidos para contarnos luego, como si fuésemos el mismísimo Kublai Kan, las maravillas del universo. En esa estirpe de viajeros pienso cuando aludo a Marco Polo, a Colón, a Alí Bey, a Lawrence, a Terroux, a Chatwin e, incluso, más próximos aún, a Bourroughs o Kerouac. Hoy, con el mundo al alcance de un clik en Google o Wikipedia, es casi imposible sentir la intensidad del vértigo de la aventura y la emoción honda del descubrimiento. Hoy no quedan viajeros. Hoy tenemos turistas.

Viajar, decía Grahan Greene, “nos permite huir de la rutina cotidiana y del miedo al futuro”. Bien lo sabían aquellos viajeros de antaño que descubrieron mundos e inauguraron geografías hasta entonces ignotas. Porque el viaje, sí, es un ejercicio de pasión. Pero ahora, en un mundo globalizado, ya no quedan universos que explorar, salvo, quizás, el propio interior. Pero ese es otro tema.
            
La pasión aventurera del viaje, su incertidumbre sobre el destino final, hace tiempo que ha sido sustituida por la comodidad complaciente del “todo incluido”, por las explicativas visitas guiadas, por las excursiones a rutas pintorescas, por las hamacas bajo el sol junto a la piscina, por el “tótem” del paraíso que generalmente se revela más “artificial” que “natural”. Todo ello, en una suerte de congregación tumultuaria en donde confluyen lenguas extrañas y fisonomías dispares que, al cabo, tendrá su punto final y el previsto regreso al origen. Es el turismo. Se viaja, pero no se desechan las raíces. Sin riesgo, sin aventura, sin pasión en suma. Quizás de todo lo experimentado, al turista solo le quede una simple, a veces vaga y confusa, a veces fugaz y fugitiva, sensación de placer. Y los “souvenires”, claro.
            
Pero no se piense que soy enemigo del turismo. Baste simplemente recordar su papel como motor de intercambio cultural, su influencia efectiva en el cambio de hábitos de comportamiento anacrónicos, o su incidencia como estímulo de la economía para aceptar su realidad. Otra cosa es la sostenibilidad y la depredación. Únicamente constato la diferencia entre viajero y turista. Y, añado, que el turismo es un fenómeno sociológico de múltiples derivaciones que conviene analizar atendiendo a esas diversas implicaciones que configuran una inédita y cambiante realidad.
            
Canarias es punto de destino de visitantes de todo tipo, entre los que no faltan híbridos entre viajeros/ turistas a lo largo de su devenir histórico. Así ha sido ya desde las remotas expediciones del rey Juba y otras tantas civilizaciones, pasando Humboldt, o aquella misión científica inglesa que quiso pesar el aire en el Teide, hasta el aposentamiento de colonias británicas o alemanas de tiempos modernos. En nuestra narrativa hay ejemplos de ese flujo continuo y escritores como los Millares Cubas, Alonso Quesada o Pérez Armas, entre otros y por ejemplo, se han ocupado de relatarlo. Sin embargo, no es tan pródiga nuestra poesía en este tema.
            
Quizás por eso resulta tan estimulante y original la propuesta conjunta de los poetas David Guijosa, Acerina Cruz y Samir Delgado (el orden de los factores no altera el producto) que se nos presenta con el título genérico de Leyendo el turismo. Según su declaración de objetivos, se trata de un “poema en construcción”, “de un conjunto dinámico de actividades culturales organizadas en espacios ciudadanos de la ciudad turística a través de un mito: Turistneyland”. Sin duda, se trata de una manera novedosa de asumir la poesía como sistema crítico, como instrumento de análisis, como incitación de interacción, que aporta una mirada singular y una arriesgada tentativa de asumir el lenguaje y el mismo hecho poético desde insólitas perspectivas. ¿Cabe compaginar el impulso lírico de la palabra con la indagación sociológica, histórica, económica…? (Y aquí, ahora, a botepronto y entre paréntesis, recuerdo a Ezra Pound o pienso en Ernesto Cardenal). ¿Cabe hablar desde lo poético, entre otros motivos, de la “configuración mercantil del paisaje”, de “la deshumanización del destino de masas”, del “papel del lenguaje publicitario”…? Creo que sí. Aunque solamente sea para intentar abrir nuevas vías y ensanchar los límites tradicionales de la escritura poética.

En esta propuesta de Leyendo el turismo quiero ver el espíritu renacido de los viajeros de antaño, esos que partían sin tener pasaje de vuelta. Y eso, como nos han explicado ensayistas como Gilles Lipovetsky o Camille de Toledo, en un tiempo en que el mundo capitalista se ha convertido en un parque temático, es de por sí un valor destacable, más allá del mero atrevimiento.

Sabas Martín, escritor, periodista y Académico Honorario de la Academia Canaria de la Lengua.